top of page
  • Foto del escritorJuliana Galvan

ANTES DE PARTIR

El día anterior a iniciar mi viaje y una breve historia de (des)amor.



No entendí realmente lo que estaba haciendo hasta varios meses después de tomar ese tren. Me mire en el espejo vestida de viajera; una gran mochila, botas y ropa cómoda, como si fuera suficiente. Mi mente solo podía pensar en todo lo que vendría y no tuvo en cuenta, hasta que fue el día de partir, todo lo que dejaba atrás. Decidí viajar el día siguiente al cumpleaños de mi papá. Juzgue su reacción erróneamente. Creí que sería al que más le costaría aceptar mi decisión. Aunque nadie se alegra de no tener cerca a sus hijos él me hizo sentir acompañada. Respetó mi deseo y me hizo saber que lo más importante para él es que yo sea feliz. Esa noche comimos, reímos y cantamos el feliz cumpleaños. Nadie hablaba de mi partir y creía que así seria toda la noche. De repente mi tío Juan, el más chico de una familia de once hermanos, rompió en llanto con un “te voy a extrañar”. Todos lloramos. “Las despedidas son esos dolores dulces” dice el Indio Solari. Aún no sabía encontrarles el sabor. Sin muchas vueltas abracé a los que más quiero como si los fuera a ver el día siguiente. Al tiempo me replanteé no haber dado más abrazos, nadie sabe lo que valen hasta que necesita uno. “Todavía puedo sentir el calorcito de tu mano” dijo mi hermana Camila en un mensaje de texto días después de mi partida. Ella y Diego me acompañaron a tomar el tren que me llevaría a mi primer destino: la provincia de Tucumán al norte de Argentina. Camila tomo el mismo bus que nosotros. Todo el camino me sostuvo de la mano, como lo hacen las hermanas mayores; me sostuvo aunque no me comprendía. Creo que hay algo en común entre los hermano mayores: nacen sabiendo cuidar. Tanto a ellos como a los demás. Camila no tuvo que vivir algunas experiencias para entender por qué no eran buenas para ella. En cambio yo soy mas bien experimental. Por este motivo me tropecé cien veces con las mismas piedras y aún sigo sin aprender.

Aunque Camila sabía más que yo misma lo que me costaría soltarle la mano no me advirtió. Una vez más me dejó chocarme contra la pared, sabiendo que no tengo otra forma de aprender.

En ese entonces no solía hacer nada sin consultarle a mis afectos. Todas mis decisiones pasaba por sus miradas y sus oídos. Mis miedos, mis dudas, absolutamente todo lo depositaba en ellos. Por este motivo me hacia enredos gigantes. El más habitual era darle mil vueltas a asuntos cotidianos que no sabía resolver por mí misma. Ahí estaba, yéndome, sola, sin pensarlo demasiado. Me caracterizaba bastante moverme por impulso. Asumo que no tenía la madurez para meditar las cosas con antelación. Nombro a alguien más que me acompañaba hacia mi destino: Diego. Pero... ¿Quién es Diego? o mejor dicho, ¿Quién fue? Podría decirse que otra de mis creadas dependencias. Fuimos amigos algunos años para convertirnos en sexo los jueves y poco tiempo después ponernos de novios. Ese día llegamos juntos a la terminal y juntos vimos irse el tren. Había imaginado muchos escenarios posibles catastróficos que me impedirían viajar. La posibilidad de perder el tren no había sido uno de ellos. Me senté en el piso de la estación con mi cabeza entre mis manos, ¿Cómo paso? Me replanteé por un instante si realmente debía irme. Esos momentos donde crees que el destino te está queriendo advertir algo. - "Estas tomando una decisión errónea" -, me dije y repetí durante meses. Tirar todo para atrás era la opción más válida. En ese momento Diego, la persona que más me costaba dejar, me levanto y me dijo - “Lo vamos a solucionar”-. Nos acercamos a la boletería y expliqué lo lo ocurrido a la persona atrás de la ventanilla. Ante mí la solución. Tomé un bus a Rosario donde empalme el tren varias horas después, fácil ¿no? Diego me regalo un boleto, creyendo que lo que dejaba ir era lo más valioso que tenía. El mismo que una vez dijo “me puedo morir mañana y si eso pasa quiero haber pasado todo el tiempo que me queda con vos”. Increíble que la misma persona ese día me esté despidiendo. Lo abracé durante largos minutos sin poder contener el llanto, aunque me dijo que no quería verme llorar. Varios años después no me acuerdo casi nada de él, me olvide de sus gustos raros y preferencias, pero sus ojos... verdes, caídos, algo hundidos. Una mirada generalmente perdida. Un ceño fruncido de esos que caracteriza a los trabajadores insatisfechos. Me miraba acomodarme en el asiento número uno del segundo piso del bus. En sus ojos húmedos pude entenderlo sin hablar. Me pedía a gritos que no me vaya como si supiera que ese sería nuestro final. Tiempo después entendí que no éramos el uno para el otro. Su mayor gesto de amor fue dejarme ir.


52 visualizaciones0 comentarios

Entradas recientes

Ver todo

Comments


bottom of page