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  • Foto del escritorJuliana Galvan

LA VIDA QUE NO ME ANIMÉ A VIVIR

Costa Rica parte II - Una cabaña en la playa.

Lo vi entrar con su tabla.

Esa mañana era mi primer día en la recepción del hostel. Había hecho el trabajo antes, me sentía tranquila. Me estaba acomodando a la organización del lugar.

- Hola - me saludó al pasar.

La recepción, como es de esperar, estaba en la entrada. Al final del estacionamiento. A la izquierda estaban los baños. Apoyó su tabla en la pared y entró al baño. Salió todo mojado, en cuero, con el pelo largo rubio peinado para atrás. Usaba un short de baño rojo. Le quedaba por debajo de las caderas, como si fuese a caerse. Se dio cuenta que lo observaba y me sonrió. Se acercaba a mi. Mi corazón empezó a latir fuerte.

- Estamos durmiendo en la misma habitación. Ayer no nos presentamos. Me llamo Abraham. -

- Soy Juliana, mucho gusto -

- ¿ Argentina? -

- ¿Tanto se nota? -

- Si

Hablamos un rato. Abraham es de Limón, el caribe costarricense. Estaba en la costa pacífica, como yo, para trabajar. Era su tercer temporada en Tamarindo. Hacía dos años que vivía allí. El primer año volvió a Limón. El segundo decidió quedarse. Era guardavidas en la playa y daba clases de surf. Tenía el arreglo con el hostel de poder tirar la carpe ahí y a cambio ofrecer a los turistas clases de surf. Le gustaba cocinar. Me di cuenta esa misma mañana. Abraham preparaba su desayuno. Eran las 8am y ya había dado una clase de surf. Se levantaba 6am todos los días. A las 9am empezaba su turno de guardavidas. Antes de irse se acostaba en una de las hamacas que decoraban el hostel. Sonaba Bob Marley en su celular. Me gustaba verlo disfrutar de la música. Creo que 'Positive Vibration' me dejaba sonriendo todo al día. Quizás era poder mirarlo relajarse antes de continuar su día. Salía 10 minutos antes pero nunca parecía apurado.

Cuando Abraham se fue se levantó Sintia. Lo vio irse. Me agarró pensativa.

- Te encanta - me dijo apenas me vio.

- Dejate de joder boluda - contesté sin dejar de sonreír

- ¿Desayunamos? - me preguntó

- Abraham me convido su desayuno - me reí

- ¡Ah bueno gordi! Ya te invito a desayunar, en cualquier momento... - me miró con cara pícara

- Shhh - la interrumpí. Seguí con mis tareas del hostel.


Esa misma tarde gastamos nuestros último 40 dólares.

Fuimos al mercado mas barato de Tamarindo a comprar comida. Para nuestra sorpresa nos alcanzo para poco. Muchas legumbres, una mayonesa, alguna verdura y no mucho más. Ya estábamos instaladas en nuestra carpa del Eco-camping hostel. Nos urgía trabajar aunque quizás no tanto. Estuvimos dos semanas "aclimatándonos". Cada día que pasaba nos mirábamos y decíamos "mañana vamos a buscar trabajo". La temporada estaba próxima a empezar, ya no teníamos dinero y sin embargo no había presión alguna. Todos los días íbamos a la playa.

En el hostel había tablas de surf para rentar. Todavía no se completaba la ocupación y nadie las usaba. Cuando entramos en confianza con Russell (que fue rápidamente) se las pedimos. Nos pidió que las cuidáramos. Los días se ponían cada vez mejores.


Un día Abraham nos vio volver con las tablas. Nos dijo que podía darnos unas lecciones. Le comentamos que no teníamos dinero. No le importó. Coordinamos para el día siguiente. Todos los voluntarios fuimos a aprender. Nos levantamos temprano, todos emocionados. Me puse un corpiño deportivo con la bikini para estar más cómoda en la tabla. Abraham salió del baño, con los ojos de recién levantado aún más chiquitos de lo normal. Aunque yo lo conocía más en cuero que con remera él era la primera vez que me veía en bikini. Al verme su boca se abrió lentamente, como si su mandíbula la empujara. Sus ojos se agrandaron y me escanearon de arriba abajo. No hubo ningún disimulo. Me intimidé. Camino a la playa las voluntarias del hostel, arengadas por Sintia, me dijeron que no pasó inadvertido.

El día estaba hermoso. El fresco de la mañana. El agua parecía brillar. No había una sola nube. El color del mar se perdía con el cielo y no sabías bien donde empezaba uno y terminaba el otro.

Fue increíble lograr pararse en la tabla. Cuando ves a los surfistas agarrar las olas parece algo simple. Parecen volar cómodamente sobre el mar. Sus caras, aunque concentradas, están relajadas. Me di cuenta que no es tan simple. Luego de varios intentos logré pararme. Sin embargo la emoción por haberlo logrado me desestabilizó y caí. El cuerpo parece aprender rápido cuando algo te hace feliz. Sin embargo lograr agarrar las olas por mi cuenta, sin la ayuda de Abraham, me fue imposible. Todo es cuestión de práctica, dicen los que saben.


Al poco tiempo conseguí trabajo en un restaurante italiano sobre la playa.

A pesar de las insistencias de Abraham para levantarme a las 6 am a surfear no continué practicando. Me conformaba con tener la vista del mar durante el turno laboral. Podía verlos montados en sus tablas. Me parecía mágico. Los días eran largos trabajando 9 horas en el restaurante y 4 en el hostel. Así fue toda la temporada. Cuando creía que no podía más buscaba a Yami. Una cordobesa con pasión por bailar. Vivíamos juntas en el hostel. Ella trabajaba en otro restaurante. Entrabamos a la misma hora. Una hora nos separaba del comienzo del turno laboral. Yami ponía música a todo volumen en la recepción. Junto con dos seres de luz: Charo y Rochi, bailábamos para darnos energía. "El guachis team" funcionaba a la perfección.

Cuando conseguí trabajo en el restaurante los días no eran tan relajados. Sin embargo siempre encontrábamos la forma de disfrutar del lugar. Los días libres del hostel nos íbamos temprano a conocer alguna playa diferente. Solíamos ir a dedo porque los servicios de bus son muy malos. No tardaban mucho en levantarnos. Nos dividíamos en dos grupos de dos. Llevábamos frutas tropicales, galletitas y mate. Cada playa era mejor que la siguiente. Cada semana esperaba ese momento para compartir. La sensación de comodidad entre mujeres. La libertad. El amor. Un compañerismo que te agranda el corazón. La adrenalina de lograr llegar a tiempo al hostel para alistarnos para el trabajo. Cuando te trasportas a dedo es difícil calcular los horarios. Aunque salíamos de la playa con tiempo siempre temíamos volver tarde. Creo que nunca nos pasó. Nos reíamos bañándonos a las apuradas. Corriendo al centro del pueblo cada una a cumplir con nuestras obligaciones. Nunca me sentí tan feliz estando tan ocupada.


Abraham llegaba de trabajar al medio día. A veces yo estaba de turno en el hostel. A veces solo lo esperaba. Nos buscábamos al llegar. También esperaba verme allí. Un día después de almorzar se tiró en la hamaca. Su cara estaba toda quemada por el sol. Traía aloe vera mal cortado para aliviar el ardor. Lo vi luchar con sus torpes manos.

- ¿Te ayudo? - le dije

- Si quieres... - sonrió

Era la primera vez que estábamos tan cerca. Su piel estaba curtida por el sol. Sin embargo era suave. Sus ojos pequeños de color miel. Una nariz pequeña y puntiaguda. Su mandíbula marcada sostenía una boca gruesa, me costaba concentrarme en otra cosa. Cuando sonreía se marcaban dos hoyuelos en sus cachetes.

- ¿Qué pasa entre nosotros? - me preguntó mirándome fijo a los ojos, sin sonreír.

- No sé - solté intimidada sin poder sostenerle la mirada.

- Algo pasa - hizo una pequeña pausa y continuó - algo intenso.


Las cosas empezaron a cambiar con esa conversación.

Me empezó a seducir. Me alagaba cuando me veía. Me traía fruta para probar. Me invitaba a comer cada plato que preparaba. Me enseño a preparar arroz tico. Tico es todo lo proveniente de Costa Rica. Sean cosas o personas. Si es de Costa Rica es tico. Decía que lo que yo sabía hacer no era arroz. Era una aberración. Ya lo sabía, pero nunca imagine que podría disfrutar tanto de comer arroz. Empezamos a pasar mucho tiempo juntos. Me gustaría acordarme la primera vez que nos besamos. No se exactamente cómo y dónde fue. Sin embargo hay algo en mi cuerpo que sucede cuando recuerdo tenerlo cerca. La sensaciones no se olvidan. Sus besos eran suaves hasta que me pedía que me aleje o me meta en su carpa. Recuerdo su mano subiendo y bajando lentamente en el camino de mi cintura. Decía que le gustaba acariciarme, que soy suave y dulce, como la papaya. Su fruta favorita.

Una vez llegó de la playa y puso en mi mano unas pepas. Tenían el dibujo de un volcán en erupción. No tarde en entender por qué. Me insinuó que debíamos comer antes de tomarlas. También habíamos comprado dos litros de cerveza. Aunque no son baratas en el super se consiguen por litro. Al día siguiente Abraham no tenía clases ni tenía que ir al puesto de guardavidas. Esa noche fue larga. Al principio nos reímos sin parar hasta que nos echaron del hostel. Perdimos la noción del tiempo. Fuimos y volvimos de la playa un par de veces. Ante su insistencia nos metimos a la carpa. Yo no quería tener sexo. Tampoco sabía como conectar en su viaje. El LSD no me dejaba ordenar mis ideas para explicarle. Tampoco lo dejaba a él quedarse con las ganas. No entendía que yo no quisiera. Quizás no quería entender. Es lamentable que el recuerdo de esa noche de risas tenga ese bache. Me recuerdo mirando fijo al techo mientras el se balanceaba arriba mío. Cada tanto frenaba y me cuestionaba por estar desconectada. Me era imposible concentrarme. El tiempo pasaba lento. La situación se remontó cuando salimos de la carpa. Ya era de día y decidimos ir a la playa. Ninguno podía dormir. Nos pusimos en nuestro lugar habitual. Debajo de un Almendro. Creo que así se llaman esos árboles. Crecen en la playa como arbustos. Hacen cuevas de sombra realmente disfrutables. Estuvimos allí hasta pasado el medio día. Nos dio hambre y como solía hacer me cocinó. Empezaba a entender como funcionaban los hombres en ese lugar. Su deseo les nublaba la empatía. No se lo reproché. Asumí que había sido la droga.


Abraham y yo solíamos ir a nadar al medio día.

Solo llevábamos nuestros cuerpos. Mi vestido quedaba con las ojotas en la orilla. Nadábamos adentrados al mar más de 500 metros. Me sentía segura. No sabía de nadie que conozca más ese mar que Abraham. Lo cuidaba. Caminaba recogiendo alguna basura. Devolviendo al mar lo que era del mar. Alejando las ramas para que nadie tropiece con ellas. Su conexión con la naturaleza me cautivaba. La primera vez que nadamos juntos se sorprendió. No esperaba que este tan confiada y que nade tan bien. Aunque no tengo ninguna técnica nado desde los 3 años. El agua es mi lugar favorito. Me decía a cada rato que mi cara en el mar era la más linda que nunca había visto. Me voy a arrepentir de escribir esto. Me decía "tortuguita" por nadar bajo el agua y solo sacar la cabeza para respirar. Me dijo que lo relajaba nadar conmigo.

- Yo creía que estábamos entrenando - le reproché

- Claro que no, bonita, tengo que ir más rápido si quiero entrenar... - sonrió fanfarroneando.

Una vez lo desafié. Una vez. Le dije que era capaz de nadar a velocidad. Claro que lo hice. Mi cabeza siempre manda a mi cuerpo. Nade como nunca antes en mi vida. Íbamos a la par. Lo note cansado también pero no me esperaba. Yo iba apenas medio metro tras él. Después de varios intensos minutos, salimos. Me miraba salir, agitado, de la orilla. Moviendo la cabeza de un lado a otro me dijo:

- ¡Si que eres terca, como has nadado! - sonrió

Yo no podía ni hablar. Cuando me abrazó mi cuerpo estaba hirviendo. Mis manos temblaban un poco. Le dije que prefería nadar relajado. Nos reímos.


La primera vez que lo vi surfear entendí por qué lo hacía. Una mueca de sonrisa acompañaba cada ola. Caía al mar cuando la ola terminaba. Sacaba su torso para volver a subir a su tabla diminuta. Su cabeza daba un giro para correr el pelo de su cara. Esa mueca me parecía lo más sexi que nunca vi. A veces yo nadaba cuando él surfeaba. Estoy segura que mucho no le gustaba. Le era inevitable estar pendiente a mi. Cuando me alejaba más de lo que le parecía seguro se acercaba.

- El mar se pone intenso, vuelve a la orilla, espérame allí -

Sus indicaciones eran sabias y precisas. Siempre me dejaba nadar sola un buen rato. Cuando me veía salir del mar su conexión con el surf se intensificaba. Los días sin olas estaba triste. Era increíble como su humor dependía del mar. Si había muchos días sin olas seguidos se enojaba. Su ceño se fruncía y andaba cabizbajo. Esos días pasábamos largo rato en su carpa. Había una sobrecarga de energía que no podía dejar en el mar y depositaba enteramente en mi. La carpa se volvía un sauna cuando decidíamos salir. No sin antes armar un porro.


Me mudé a la carpa de Abraham.

Abandoné la carpa-mansión de chicas por una carpa para dos personas. Donde dormíamos los tres. Yo en el medio, el siempre abrazándome mientras yo abrazaba a su tabla. No la dejaba afuera por temor a que se la roben. No tenía nada más de valor. Nada que le importara. Mi comodidad seguía intacta. Dormía como un ángel. No solo por el cansancio de cada día sino por sentirlo cerca. Las manos de Abraham me daban paz. Era como si tuviera toda la calma del mar en sus manos.

Algunas tardes me sentaba en la torre de los guardavidas junto al negro. El compañero de Abraham oriundo del lugar. Casi no hablábamos. Pasábamos horas mirando el mar. No entendía como los guardavidas podían estar en ese puesto todo el día. Sin hacer nada. Luego de sentarme varias horas a simplemente mirar el mar lo entendí. Había calma. No hacía falta nada más.

Me gustaba ir a ver a Abraham dar clases. Siempre sonreía a sus alumnos. Me daba celos que alguien más pueda ver los hoyuelos de sus mejillas. Todo en él me parecía de otro mundo. Hablaba un "ingles de servicio" muy claro. En Costa Rica les dan cursos de ingles intensivos gratuitos. Para el Estado los ticos deben ser funcionales a los turistas. Me confesó que fue una gran oportunidad. No solo laboral. Yo era la primer mujer latina con la que estaba en años. No se explicar lo que me generó esa confesión. Me hacía sentir especial pero a la vez una más. Era raro.


Con la temporada a cuestas los días se volvieron agotadores. Cuando tenía libre en el restaurante lo veía llegar a la tarde demolido. Abraham se duchaba, comía y a las 20hs en punto estaba durmiendo. Apenas abría los ojos cuando me sentía entrar a la carpa.

- Bonita - decía, y me abrazaba.

Dos almas libres. Sin embargo había gran intensidad en nuestro vinculo. Estábamos tanto juntos que cuando buscaban a Abraham me preguntaban donde estaba. Lo mismo al revés. Los chicos del hostel lo apodaron 'rico mae'. Dos palabras que los ticos usan mucho. Un día mientras caminábamos al pueblo le propuse ir de la mano. Se incomodó. A mi me daba igual porque sabía que algún día me iría. Abraham no quería quemarse en el pueblo. Tenía sentido. El vivía allí. Por este motivo solo íbamos juntos a la playa y a comprar al supermercado. No salíamos de fiesta juntos. Tampoco salíamos a comer ni nada por el estilo. El arreglo era no estar con nadie del hostel. En ese lugar, en nuestra casa, todos sabían que dormíamos juntos. No solo dormíamos también compartíamos las comidas. El tiempo. La playa. Todo. Estaba sobreentendido que cada uno de las puertas del hostel para afuera haría lo que quisiera. En lo posible no con huéspedes. Nunca me enteré que estuviese con alguien más. Abraham si se enteró que estuve con alguien más. Llegué el 25 de diciembre luego de trabajar arduamente en el restaurante. Me vio salir de las duchas. Vino enseguida. Se me había lavado el maquillaje del cuello. Nada tapaba las marcas rojas. Una cosa es decirlo otra es hacerlo. Su cara no era de enojo. Al principio hizo unos chistes impulsados por sus celos. Luego su expresión era más bien de tristeza. La noche anterior habíamos estado en el mismo lugar. Un parador de playa ambientado para festejar la navidad. Yo estaba sola. Fui la única que tuve esa noche libre. El resto de mis amigas estaban trabajando. Salí con unos huéspedes. Me convidaron éxtasis y MD. Luego los perdí y me quede sola. Lo ultimo que recuerdo fue haber estado en la playa hablando con unos ticos. Algo me convidaron. Me desperté al otro día en una lugar que no reconocía. Era una casa pequeña y humilde. Entendí rápidamente lo que había ocurrido. Una sabana cubría mi cuerpo desnudo. Intenté recordar que había pasado. Mi mente estaba en blanco. Apenas una imagen de estar subida a una moto. Salí del cuarto y lo vi. No sabía quien era. Me trató con amabilidad. Le pregunte si podía ducharme. Cuando entre al baño miré mi cuello en el espejo. Lloré en silencio durante los minutos que las gotas de agua recorrieron mi cuerpo. Me sentía sucia. Inclusive cuando salí de la ducha. No le pregunté el nombre. Le dije que debía ir a trabajar. Me dijo de comer algo antes. Fuimos a un comedor en su moto. Comimos en silencio. No podía faltar al trabajo. No podía ir a trabajar con esas marcas. Hice lo que me nació por instinto y tras ir a buscar la ropa al hostel me llevó al restaurante. Las ticas que trabajaban conmigo abrieron sus enormes ojos negros al verme. Entre regaños me llevaron al baño y me maquillaron. Me dijeron que era una chiquilla. Andar de fiesta el día anterior al trabajo era un pecado. Cuando vi mi cuello sin las marcas mi mente se tranquilizó. Me propuse concentrarme en el servicio de esa noche. No dejaba de sentirme sucia. Era como si mi cuerpo no me perteneciera. Me sentía sola. Quería desaparecer.

- No debí dejarte sola - me dijo Abraham cabizbajo cuando le conté lo que pasó. - los hombres aquí son de lo peor - agregó en un tono enojado. - tendría que ir y matarlo - sentenció.

- No vale la pena - le contesté con lagrimas en los ojos.

Estuve varios años creyendo que me lo merecía. Entendía que había sido mi error. Me convencí de que podía haber sido peor y seguí adelante. Hoy estas creencias no me convencen. Aunque me perdono me incomoda hasta escribirlo.


Lo qué me pasó lejos de separarnos nos unió.

Abraham empezó a darme la mano al caminar. Me dijo que no quería estar con nadie más. Tampoco quería que yo esté con nadie más. Me pidió que no vuelva a salir sin él. No quería volver a salir sin él.

La vida es como el mar. A veces serena. A veces te revuelca al punto de no poder respirar. Muchas veces es mejor dejarse flotar a luchar contra la corriente. Hace tiempo tomé la decisión de subirme a una tabla de surf. Intentar estar concentrada en mis acciones. No permitir que nada me distraiga. Como en todo aprendizaje a veces caes. Me levanto con fuerza, con la misma fuerza del mar. Intento pensar que las olas todo se lo llevan. Sin embargo también vuelven. Van y vuelvan. Te traen recuerdos. Aunque algunos quisiera borrarlos no puedo luchar contra estos. Es preferibles dejarlos ir y venir. Algunos te penetran el cuerpo con dolor. Otros son risas. Todos son dignos de recordar. Quiero pensar que los recuerdos son como los peces. Algunos de colores, pequeños y graciosos. Otros tienen enormes dientes, pinchan o arden. Pueden comerte de un bocado.


El día comienza a las 6am. Mirando el mar. Viendo si las olas se dejan surfear. Vivimos en una pequeña cabaña de madera sobre la playa. Está alejada del pueblo. Nos movemos en una moto de baja cilindrada. Tenemos nuestras tablas. Un perrito color negro que, como nosotros, ama nadar. Abraham tiene trabajo todo el año. Yo sin embargo persigo las temporadas. Mientras tanto me dedico a escribir. Me canso antes que él de perseguir las olas. Sus días libres solo sale del mar para cocinar, comer y hacer el amor. Mis momentos de más inspiración son cuando lo veo surfear. Ya desde la orilla, cansada, pero con toda la energía del mar dentro mío. Puedo escribir las misma horas que Abraham puede estar persiguiendo olas. Quiere que tengamos una hija. Una mujer. Como yo. Que sea hermosa pero se vea fuerte. Que tenga mi tono de piel. Le dije mil veces que su piel dorada es mas cotizada. Su madre adopto unas niñas huérfanas en Limón. Abraham creció con ellas. Rodeado de mujeres. Todas de descendencia africana. En las fotos, Abraham y su madre, resaltan por su piel blanca y cabellos rubios. Entiendo un poco porqué prefiere la tez morena. Estamos planeando ir a verlas el próximo año. Este es el único plan a futuro que tenemos. Lo único en que pensamos día tras día, además de las olas, es en que vamos a comer. Abraham está seguro que su familia me amará tanto como él lo hace. Todas sus recetas son de su madre. Me repite que cuando pruebe los platillos originales ya no me gustará tanto su comida. No lo creo. La vida en la playa es monótona. Con Abraham ni siquiera peleamos como para que algo modifique nuestra rutina. Cada día escribo menos. Mi imaginación necesita inspiración. Escribí sobre el mar hasta vaciarme. Escribí sobre las olas. Quisiera que pase algo más. Algo que me inspire.


Íbamos camino al hostel de la mano por la playa. Mi primer temporada de verano en Costa Rica estaba a punto de terminar.

- Así es la vida que quiero vivir, contigo en el mar, no necesito mucho más - me propuso Abraham con ojos suplicantes. Sus descripciones no fueron tan precisas. Habló de las tablas, la cabaña, la moto. Habló de tener una familia. El resto lo imaginé como si estuviese metida dentro de su cabeza. Lo pude ver en sus ojos. Lo sentí en el tono de su voz.


Como la olas del mar el viaje continuaba.

Cuando terminó la temporada mis amigas viajaban juntas a Panamá. Debía decidir si quedarme a vivir la vida que Abraham me proponía o seguir mi camino. Algo era seguro: no me perdería Panamá. El aguante que nos habíamos hecho durante la temporada con las pibas merecía un final en el caribe. En la última semana de trabajo de la temporada le dije a Yami que no quería ir más a laburar. Estaba tirada en la hamaca, exhausta. Ella respondió:

- 'Dale guacha metele, dale dale. ¡Vamos!' -

Esa semana fue la más hermosa. Aunque muerta de cansancio disfrute de despedirme. Estaba agradecida con Yami por su motivación.

Cuando la temporada terminó Abraham me acompaño a tomar el bus a San José de Costa Rica. Me lleve todas mis cosas. Al subir me di cuenta que jamás volvería. Cuando la vida se pone estresante me pregunto si la idea de la cabaña en la playa no hubiese sido una mejor opción. Sin embargo nunca fui buena para quedarme quieta. No quiero tener hijos.


Los amores de verano saben a agua salada. Te dejan esa sensación de placer amargo. Sin embargo, como en el surf, aunque no agarres las olas esta bueno estar en la tabla sobre el mar. Son experiencias dignas de vivir. La vida en la playa es vida porque no perseguís un mañana. No hay nada más que quieras ser que lo que simplemente sos. Mi mundo había estado reducido a mi ciudad natal durante años. Hacía poco había descubierto la magia de volar. Pienso que no era momento de echar raíces. La vida te pone en tu lugar.

 

Gracias por leerme. Espero recibir sus comentarios. Si me querés contar sobre oportunidades que no te animaste a vivir escribime.

¡Hasta la próxima!




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