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  • Foto del escritorJuliana Galvan

Nueva Zelanda

Primera parte.

Tongariro Alpine Crossing, la mejor experiencia de mis primeros seis meses. Isla norte de Nueva Zelanda.

Apropiarse del espacio.

¿Alguna vez sintieron incomodidad al habitar un lugar? Por ejemplo, en la adolescencia. Vivir con tus padres en un momento se vuelve insoportable. Comenzas a buscar rutas de escape. Muchas veces son amigos, otras parejas. En fin, alejarse del nido. La mayoría de las independencias surgen por esta incomodidad. Por eso en la adultez buscas trabajo. Querés tener dinero e irte a vivir solo, o con alguien con quien elijas vivir. Teniendo en cuenta que la familia es la que nos toca. Sin más.

Cuando era niña mi hermana separaba nuestra habitación en dos mitades: "la tuya y la mía", decía. Marcaba la división con una línea invisible. Recuerdo que mi lado no me parecía tan interesante como el suyo. Creo que lo que más me llamaba la atención era traspasar ese límite. Yo no podía evitar que ella este en mi espacio porque "mi mitad" estaba del lado de la puerta de entrada. Como regalo de 15 años mis padres le construyeron su propia habitación. Hicieron lo mejor que pudieron. Sin presupuesto para un pasillo que independice la entrada a la habitación de mi hermana de la mía. Es decir, para ir a su habitación, mi hermana (sus amigos, novio, compañeros de colegio, mis padres, tíos, primos, etc.) debían pasar por la mía. Mi desgano y cambios de humor eran entendidos como rebeldía adolescente. En ese momento no podía entender que me sentía invadida y necesitaba privacidad. La computadora familiar también estaba en mi habitación. No significaba un problema a la hora de jugar a los Sims todo el día. Quizás si cuando alguien más de mi familia prendía las luces o abría las ventanas para utilizarla. No sentía habitar el espacio donde vivía. Mis limites no estaban marcados por mi sino más bien por otros. Me refiero a que nunca preguntaron si me parecía buena idea no tener la posibilidad de cerrar la puerta y que nadie moleste.

Sentí la necesidad de independencia poco después. Al principio se manifestaba estando lo más posible en la calle. Iba del colegio al ciber y volvía a casa a la hora máxima permitida por mi padre. Luego me puse en pareja. Novios que vivían solos o con sus familias.

Cuando mi papá se fue de casa también yo lo hice. No se aún por qué se dio esta coincidencia o si lo hice coincidir, pero comencé a pasar más tiempo en casa de mi novio. Me recuerdo durmiendo con él en su cama de una plaza. Una habitación sin terminar que de puerta tenía un acolchado y otro de cortinas. A veces pensaba que hacía más frio adentro que afuera y levantarme para ir al baño era una de las peores decisiones. Nos abrigábamos con una pila de frazadas y abrazos. Nos daba calor el mate a la mañana, la estufa a leña del comedor y las hormonas, que sabían jugar un papel importante para que no quisiera volver a casa. Al tiempo, sus abuelos se fueron a vivir a la provincia. Le dejaron una casa prefabricada, que no tenía demasiado más que la de sus padres. Pero si algo que anhelaba: privacidad. O algo similar, pues las paredes eran de cartón. Sin importar cuanto amor cuelgue en las paredes; cuánto pinte, limpie o arregle: no había un lugar que sintiera propio.

Cuando tomé la decisión de irme de viaje pensé que, si ningún lugar era para mí, el mundo sería mi lugar. Luego entendí que mi mayor dependencia era emocional. Creía que no era para mi ser independiente. Quizá intentaba tapar la sensación que me provocaba, siendo muy chica, estar sola. Tomando malas decisiones. No me quejo, de todas aprendí.

En aquel viaje de mochila conviví con muchas personas. Diferentes nacionalidades, edades, pensamientos. Complementar en una convivencia es un imposible, posible. Descubrí una vital importancia en los pactos de convivencia. Muchas personas prefieren ir viendo sobre la marcha. "Dejar que fluya", le dicen. Grave error. Lo ideal es sentarse entre los cohabitantes y conversar sobre qué esperan de esa convivencia. Sin dilatarlo. La realidad es que algunas personas no acostumbran a hablar. Esto es de las cosas más entristecedoras. En general son los mismos que alegan que nada les importa, que todo les da igual. Con el pasar del tiempo vas viendo como esto no es real. Lejos de poder expresar o darse cuenta de que hay hábitos de otros que les molestan, lo reprimen. Este reprimir se vuelve estados de ánimo confusos, enojos sin motivo e incluso depresiones. Por otro lado, hay lugares con reglas definidas. Suelen ser hostel u hoteles. Tiene sentido que donde convivan muchas personas haya acuerdos, ¿no creen? Sin embargo, tantos otros lugares carecen de un líder que pueda organizar. Esto no significa imponerse sobre la creencia o necesidad del otro. Al contrario, lograr escuchar todos los puntos de vista y llegar a conclusiones objetivas. La figura de una persona que intervenga y sostenga una convivencia. La ausencia de dicha figura genera malestar. Lo he vivido. Al principio todo parece libertad cuando nadie se involucra en la organización. Todos están contentos de poder "hacer lo que quieran". Nadie se cuestiona si su actitud molesta o lastima a alguien más. El problema es cuando todos son molestados. He visto como gente que se jacta de "nada importarles" se han decepcionado. Tomando sus valijas de mala gana y yéndose con una mueca de bronca. He visto otros creyéndose tolerantes perdiendo objetos valiosos para su labor. También vi lágrimas por malos entendidos.

En mi primera temporada en Uruguay conocí a dos artistas chilenas que vivían de hacer tatuajes, murales y vender comida vegana. Hacíamos voluntariado en el mismo hostel, yo en la recepción y ellas pintando la pared del primer piso. Me pegaron las ganas de pintar, pero algo me marcó más. Dormíamos en la misma habitación compartida. Recuerdo que armaban su pequeña cueva. Cubrían los laterales de la cama cucheta con frazadas. Encendían unas luces redondas colgantes, color cálido. Se ponían a leer en medio de la noche. Ese ritual me parecía mágico. Cuando se los dije, una de ellas soltó:" Aprópiate de los espacios". Quizás es un concepto básico para algunas personas. No necesitan ponerlo en palabras. La vida misma los lleva a ese lugar. Se independizan y comienzan a comprar cosas para su casa. Adornos, muebles, etc. Para mí era un universo. En ese momento comencé a entender por qué los espacios que había habitado hasta ese momento me parecían tan fríos, distantes, poco míos. No tiene que ver con la propiedad en sí. No tiene que ver si lo pagaste o no. Quizás para muchos sea aún más difícil de entender. Tiene que ver con darle a los lugares un aspecto que se refleje en vos.


Primeros seis meses en Nueva Zelanda.

Esta experiencia comenzó antes de poner un pie en tierra kiwi. Llegar hasta acá me llevó seis meses de espera en Italia. Seis meses me llevó recaudar el dinero necesario en EEUU para llegar viajar a Nueva Zelanda. Seis meses hace que estoy viviendo esta experiencia y tengo otros seis meses por delante. Parecen ciclos cortos, quizás dependiendo quien lo vea serán insignificantes. A mí me pasaron tres vidas. En la primera aprendí la paciencia, a escuchar a mi propio cuerpo y a valorar la compañía. En la segunda aprendí a abrazar mi soledad, a sostenerme a mí misma y a escuchar a mi alma. En la tercera aprendí mi independencia. Tanto económica como emocional, y a permitirme elegir sin culpa ni apego. Me pregunto a donde me llevará todo este aprendizaje. La respuesta solo puede ser una: a seguir aprendiendo. Mientras el mundo se hace cada vez más grande, la vida cada vez más corta y la paz un innegociable. Durante mucho tiempo extrañe con melancolía viejas versiones de mí misma. Un cuerpo que no volveré, y ya no pretendo, tener. Una compañía que tapaba vacíos que hoy ya no intento llenar. Un grupo de pertenencia que hoy ya se dónde está y a donde tengo que ir a buscar. Hoy ya no. Ya no intento ser alguien más, ni una versión antigua de mí misma, ni un personaje imposible de sostener. Hoy deseo ser yo misma en constante mutación.


Vida número tres: el mundo es tu casa.

Estaba a un mes de venir a Nueva Zelanda cuando le dije a mi amiga Cami que algo me esperaba aquí. No sabía que era ni cómo lo encontraría. Solo sabía que aquí estaba. Sabía que sería un despertar, una evolución de conciencia, una nueva forma de vivir, un cambio radical pero genuino y orgánico. La vida me lo mostro a pocos días de haber llegado, pero no lo vi. Estaba tonta con el jetslag y con demasiada nueva información. Mi primer working holiday, un nuevo país, un nuevo acento, muchos trámites. Pero ahí estaba.

Me levantaba cada mañana a llevar a mis amigos a sus respectivos trabajos. Richard comenzó a entrar media hora antes al trabajo y eso le impedía llevar a Tone al suyo. El clima era frio, me recordó a los viejos inviernos en Buenos Aires. De esos que no te dejaban salir de la cama con facilidad. El pasto teñido de blanco y el humito blanco saliendo de tu boca al respirar. Tone no se animaba a manejar, eso la mantenía dependiendo de los horarios de Richard. Estaba claro que haría mi mayor esfuerzo por ayudarlos. Ellos me estaban dando una mano terrible al recibirme en su casa. Además, me acompañaron en todo sentido. Siempre supe que atrás de esa imagen ruda de mujer tatuada, con aros y vestida de negro había una chica dulce y compañera. La magnitud de lealtad y compromiso de Tone me hizo replantearme mi personalidad. Creo que siempre esta bueno dar con esas personas que te hacen cuestionar, desde su simple existir, tus propias acciones.

Comencé a manejar las calles de Tauranga, una ciudad de la isla norte de este país. Siempre el mismo camino, ida y vuelta, durante algunas semanas. Mi poca experiencia y la tensión que tenia de manejar un auto ajeno no me prohibieron disfrutarlo. Sin embargo, fue cuando obtuve mi auto propio que lo pude sentir. No hablo de lujos, ni superficialidad, ni cosas raras. Intento hablar de un sentir. En mis manos la posibilidad de un movimiento constante e ilimitado. En mi un mundo de lugares por conocer, un millón de rutas por navegar y unos ojos dispuestos a verlo todo.

A la semana de llegar a Nueva Zelanda empecé a trabajar. No lo necesitaba, pero vivir con mis amigos en sus rutinas de trabajo me hizo sentir cierta presión. Tuve una entrevista by zoom con un reclutador. Quede contratada y mis datos fueron guardados en una agencia de trabajo. Ese fin de semana trabajaría en un asilo para ancianos. Al principio me daba miedo no saber cómo tratarlos. Temía que mi poca práctica con el inglés neozelandés dificultara aún más todo. Recuerdo que llegué y no había quien me reciba. No había cleaners ni tampoco estaba allí el encargado. La cocinera del lugar me mostró donde estaban los productos de limpieza. Me recuerdo perdida en un enorme lugar, con muchas habitaciones y un fuerte olor a pis.

- "Hace lo que puedas", soltó con un gesto compasivo.

Solo pude hacer eso, lo que estaba a mi alcance.

El día siguiente no fue aún mejor. Aunque estaba con una compañera, ella kiwi, no le entendía una palabra. Volví a hacer lo que pude. Lo mejor que pude. Los residentes no podían realizar las tareas para las que fui contratada. Eso me daba cierta necesidad de ayudarlos, de realmente mejorar su calidad de vida.

Los asilos en Nueva Zelanda son de buena calidad, pero luego descubrí que éste no era de la "high society". Estaba como en un nivel intermedio a bajo. Diría que la comida y el servicio en general que recibían era simplemente bueno. Un poco triste para personas que han trabajado toda su vida.

Las cosas que he visto han sido algo impactantes pero ese fin de semana terminó y creí que jamás volvería a ese lugar. Sin embargo, nunca digas nunca.

No me sentía del todo cómoda en la casa de Tone y Richard. No por ellos que siempre fueron atentos, cálidos y amables. El problema era que sentía que invadía su espacio. De hecho, lo hacía, durmiendo en el sillón del living. Sin embargo, necesitaba un vehículo para moverme con facilidad en la ciudad en busca de un lugar donde estar. El transporte público en Nueva Zelanda es conocido por ser deficiente. Entre que conseguí el auto y la habitación pasó un mes. En el medio trabajaba recolectando kiwis, esporádicamente porque la temporada fue muy mala. Sumaba trabajando para algunas agencias de trabajo. Hice de todo. Ayudante de cocina y de lavandería, mesera, limpieza... cualquier oportunidad era aprovechada. Conseguí una habitación a través de los grupos de WhatsApp donde latinos nos pasamos información del lugar. Me mudé por tan solo dos semanas hasta que una gran posibilidad se presentó ante mí.

House Sitting.

Hoy mi cuerpo se despertó solo, muy temprano. Dormí en una nube. Cuido una casa y a dos gatitas. Los dueños están de vacaciones en Australia. Aunque aún estoy pagando un alquiler no me molesta aprovechar esta oportunidad. La comodidad de la casa me abraza. La calefacción se mantiene prendida durante todo el día. Un living con cómodos sillones y una gran televisión. Una cocina con una isla. Una mesa de madera con seis sillas en el comedor. Afuera llueve, hace frio y yo en este pequeño mundo. El silencio de la mañana es interrumpido esporádicamente con el maullido juguetón de las gatitas. La casa se siente habitada. Mi mate que me acompaña como todas las mañanas. Mi rutina de yoga y escritura antecederán a prepararme para ir a trabajar. Puedo sentir que ya estuve acá. Esta sensación de comodidad no corresponde con saber que en dos semanas debo irme. Es como si nunca debiera hacerlo.

Me desperté con voces en mi cabeza que no me corresponden. La creencia heredada de que las cosas pertenecen a quienes trabajan por ellas. Mérito. Por unos minutos desacredite el intercambio que me trajo hasta aquí. Si los dueños de esta casa no me necesitaran no se hubieran contactado conmigo. Es un beneficio recíproco. Sin embargo, siempre medimos en términos económicos. Para muchas personas tener la posibilidad de vivir "gratis" en una lujosa casa es suerte. Restando todo valor a mi capacidad organizativa y comunicacional. Haberme subscripto a la página de internet por la que me contactaron fue una recomendación de Martu. La conocí y al instante pegamos onda. Me comentó que ella hacía años estaba suscripta y me invito a hacerlo. No lo dude. Se que mi energía se mueve en post de invitaciones. Siempre iré hacia ellas, con discreción y consciencia. Sentí que algo bueno traería. Es por eso que hoy estoy acá. Porque tuve el valor de enfrentar mis miedos a comunicarme en un idioma que no es mi lengua madre. Estaba nerviosa durante la entrevista con los dueños de esta casa. Sin embargo, realicé pertinentes preguntas y aclaraciones. Supe transmitir confianza. Tanta para me dejaran a cargo de miembros de su familia y de su hogar. Mi primera reseña fue todo un éxito.

Abro un ventanal que me deja ver como empieza a aclararse el cielo con el amanecer. Las nubes no me permiten ver el sol, pero sé que ahí está. Escondido, pero igual de brillante. Siento una profunda calma. Una estatua de buda me mira, sentada en el jardín. Puedo ver su gesto de relajación que emana una sonrisa que apenas quiebra la comisura de sus labios. Los árboles se reflejan en el deck mojado. Me encuentro observando a mi alrededor. Todo esto es mío. De alguna forma fui yo misma quien me trajo hasta aquí. No necesito "tener" para apropiarme. Es en este momento en que me siento parte de este todo, o más bien una extensión. Es que nada aquí afuera existiría si no hubiese un adentro que lo aprecie. Esta casa no sería un hogar si hoy no la estuviese habitando. El ventanal permanecería cerrado, las dos pequeñas luces de la entrada apagadas. La casa estaría fría, inerte. Las cobijas no abrigarían. La cama estaría vacía. No habría olor a café por la mañana. No sonaría música ni se escucharían risas. Pienso ¿De qué sirven las casas si nadie les da vida? El sentido de todo esto es entender que hay un mundo porque hay quienes lo habitamos. Hay una casa porque hay quienes viven en ella. Sino no habría nada. Todo estaría muerto. Nada tendría sentido.


El otoño pasó rápido. Viví en tres casas diferentes cuidando mascotas. Me mudaba cada un par de semanas y veía irse la temporada de recolección de kiwis. En ese momento empieza el oleaje de extranjeros buscando nuevas experiencias. Se respira movimiento. Con una amiga no sabíamos realmente que hacer. El trabajo en las agencias no era suficiente para mi expectativa de ahorro. Tenía que decidir a dónde sería mi nueva aventura. Primero debía conseguir trabajo. Busque en todo el país. Estaba dispuesta a hacer los kilómetros necesarios si la propuesta valía la pena. La desesperación empieza a la semana de mandar curriculum sin parar y que nada suceda. Creo que esto se debe a la expectativa que te crean algunos influencers que invitan a venir como working holiday. La realidad es que conseguir trabajo puede llevar de semanas a meses. El país es muy caro, la plata se va rápido. Por suerte los pagos son semanales, más tardar quincenales. Un alivio para el ahorcado.

Estaba caminando por el shopping cuando me llegó una notificación. Las agencias de trabajo te agregan a una app donde suben las diferentes propuestas laborales. La publicación te indica donde queda el lugar de trabajo, cuál es tu rol, tu horario y cuánto vas a cobrar. Vos podés aceptar o declinar. Como nunca, la oferta en cuestión garantizaba trabajo por tres semanas. En general son por uno, dos o, como máximo, tres días. Recuerdo que me senté en un banco y miré el cielo. Estaba azul sin una nube. Respiré y pensé. Por un lado, me gustaba la idea de quedarme. Había hecho amigos, estaba al lado del mar y la ciudad me permitía nunca aburrirte. Por el otro, el trabajo en cuestión era limpiar el asilo de ancianos. Si, el mismo que mencioné al principio. La experiencia no resultaba muy atractiva, pero necesitaba ahorrar algo de dinero para seguir viaje. No tenía demasiado tiempo para pensar, simplemente acepté.

Fueron tres semanas difíciles. Me reconfortaba tener una casa con gatitos en el medio de la montaña. Vivía sola en un espacio cómodo y, mal o bien, tenía trabajo. Aunque daba lo mejor de mí por ayudar a los residentes, la angustia era moneda corriente. No podía dejar en el asilo las cosas que veía y me afectaban emocionalmente. Me recuerdo muy cansada y algo triste. Los días libres mejoraba mi humor al salir a pasear por verdes paisajes. Volver a la rutina me irritaba. Aunque convivir en el día a día con personas que están en el último tramo de su vida es complejo, me ha dejado una gran enseñanza. Algunos eran muy difíciles de tratar. Una señora era sorprendentemente parecida a lo que nos muestra Disney como una bruja. Intentó pegarme cuando entré a vaciar su cesto de basura. Mi respuesta compasiva me sorprendió. Le expliqué que la estaba ayudando y se calmó. Sin embargo, con otros he tenido buenas conversaciones. Me sorprendió encontrar en todas un patrón común. Al final de la vida la gente habla de sus hogares, pero no como una mera construcción edilicia. Hablan de las personas que habitaron con ellos, de quienes consideran su familia. Hablan de los logros de sus seres queridos. Inclusive, se quedan mirando por la ventana durante horas luego de la visita de su familia. Muchos lloran. Muchos no se vuelven a levantar de la cama hasta la próxima visita. Sus anécdotas no cuentan cuánto dinero gastaron en aquellas vacaciones o que regalos compraron. Cuentan la risa de sus nietos, la habilidad de su hermana en la cocina, la alegría de su esposo pescando, su experiencia navegando, el cuadro que pintaron y convirtieron en almanaques para regalar a todo quien se cruzaran, y tantas otras cosas, que la plata no puede comprar. Fue entonces cuando termine de entender que al final de la vida lo que queda es lo vivido, pero más aún lo compartido.


Manowhenua.

"La tierra de todos. El lugar donde todos conviven. Sin importar cómo se vean, de donde vengan, que edad tengan o a donde vayan."

Este es el significado del nombre maorí del lodge donde viví durante la mejor temporada de invierno de mi vida. El pueblo se llama National Park y esta, ni más ni menos, que dentro del Tongariro National Park. Rodeada de volcanes, lagos, lagunas, nieve, bosques, cascadas. Abunda la naturaleza. Durante el invierno trabajé como asistente de rental en Whakapapa Ski Area. Una experiencia memorable, llena de aprendizajes.

Siento que cada vez me cuesta más irme de los lugares que habito. Logro encontrar cierta estabilidad y me acomodo en ella con facilidad.

Estoy sentada en el deck del hostel. Escucho los pájaros cantar, siento el viento suave y frio en mis manos. Huele a naturaleza, árboles húmedos y tierra mojada. Veo mi reflejo en uno de los ventanales del living. Junto con veinte personas, de forma temporal, nos llamamos familia. Hoy pensaba ir a caminar hacia una cascada. Pinche luego de decidir hacer un treking de 20km llamado Tongariro Alpine Crossing. Es de dificultad alta y, aunque sé que puedo hacerlo, me da ansiedad pensarlo. Creo que se suma al resto de mis ansiedades. Pronto, voy a cambiar de pueblo, de casa, de trabajo, de convivientes... Cambiar, siempre cambiar. Es la vida que elegí por decidir vivir de temporadas. Donde todo es tan efímero como permanente. El aprendizaje adquirido me acompañará por el resto de mi vida. He visto cosas que jamás olvidaré y me he vuelto a conocer en esta faceta que llamo adultez. Durante mis 29 años me he negado a considerarme una adulta. Una niña eterna, como Peter Pan. Hoy el futuro esta en mi mente. Le doy otra pitada al nuevo vicio de nicotina que adquirí. Vapear no me excime de comerme los bordes de las uñas al punto de sangrar. Siento mi cuerpo cansado. Mi mente aún más. Por eso escribo, por eso dudo a donde quiero llegar. Lo importante es el camino, pienso. Pienso en el camino. El que me trajo a estar hoy donde estoy. Tampoco sabía a donde iba exactamente, eso no detuvo mi andar. La incertidumbre no me detiene porque la vida misma es impredecible. Debería esta conclusión calmar mi mente, suavizar mis expectativas, aliviar mi ansiedad. Debería, pero no lo logra. Asumo que es innato al ser humano tener la vista hacia adelante y también hacia atrás. Lo importante es no enfocar en ningún punto que no sea este preciso momento. Este precioso momento. Este lugar. Sin esta magia estoy perdida. Sin un gramo de futuro estoy desorientada. Sin un gramo de pasado no sabría bien quien soy, quien quiero ser, quien estoy siendo. Una de mis mejores versiones se refleja en el ventanal. Ya no miro mi exterior, el reflejo es el de mi alma. Logro verme cuando me miro. Reconozco mis falencias y mis aciertos. Busco aprender de cada experiencia para mejorar-me. La mejor versión de mí misma soy yo viendo mi propia transformación y abrazándola con compasión. El sol en mi cara y las heridas alrededor de mis uñas me recuerdan que ya estuve en este lugar. No como ubicación geográfica sino en cómo me siento. Intento acordarme cómo he sabido sortear los cambios en otros momentos de mi vida. Busqué y busqué en mis cuadernos. Escrito en mi típica mezcla de cursiva e imprenta minúscula estaba la respuesta. Una vez me hablé a mí misma y lo plasmé en un papel hace exactamente un año. Me leo con atención:

"Dejé de buscar pertenecer a muchos lugares donde no era yo. Lugares donde me amoldaba. Dejé de intentarlo. No necesito una casa a mi nombre. Los lugares donde decida vivir tendrán mi nombre con el simple hecho de habitarlos.

Tuve la oportunidad de crear familias en diferentes partes del mundo. Allí donde la magia de coexistir sucede, el mundo es un lugar más seguro. También fui parte de familias ya constituidas. Esto se vuelve un tanto incomodo. Saber que sos parte de un hogar, en el que no naciste, te condiciona. Algunas cosas no sos capaz de cambiar. Sin embargo, creo que todos influimos en el mundo que nos rodea. Las personas que han abierto sus casas y corazones para recibirme han de permanecer también en mí. En el mejor de los casos todos aprendemos de cada uno en paz. En muchas otras ocasiones, el ego se hace carne y también aprendemos, esta vez lo que no queremos volver a vivir.

Me considero una persona adaptable, flexible, camaleónica. He experimentado cambios constantes en mi vida a lo largo de estos últimos cinco años. Para resumirlo he vivido en más de 10 países. Lo que no significa que siempre esté cómoda. Cambiar de casa, de lugar, de espacio y de personas no es nada fácil. Me he sentido estar en una jaula muchas veces. Sin saber dónde volar. Evaluando posibilidades para irme. Lugares donde no hay tiempo. Donde mañana es muy lejos. Donde las horas pasan lento. De hecho, creo que esa incomodidad me mantiene en movimiento. Siento que no hay lugar sin fecha de vencimiento. En general sucede a la inversa de lo que creerían. Cuando todo parece "fluir". Cuando mi día a día se vuelve rutina. Mi cuerpo comienza a acomodarse a un clima. Mis ojos a un paisaje. Mi corazón se acostumbra a algunas personas. Logro entender el modus operandi de un lugar. Desde la casa hasta el pueblo, barrio, ciudad. Justo en ese momento, la incomodidad empieza a aflorar. Es un sentimiento extraño, contrapuesto. Por un lado, mi mente se va convenciendo de que tiene un lugar. Va creyendo ingenuamente que podría quedarse allí. El día a día pasa rápido. Disfruto de los momentos. Los recuerdos serán color azul claro. En ese momento me quiero ir. No sé cuándo llegará el día de romper esa creencia. Si me acomodo demasiado no seré capaz de irme. ¿Por qué buscas la incomodidad?, me pregunte a mí misma mientras bajaba de una montaña. Comparto la opinión de Maya Angelou: 'solo eres libre cuando te das cuenta de que no perteneces a ningún lugar: perteneces a todos los lugares, no a uno solo. El precio es alto. La recompensa es genial.'

La asfixiante sensación de creer que te quedas sin sensaciones. El atardecer cambia de color, pero se pone detrás de la misma montaña. El clima se vuelve más frio o más cálido, pero sabes de tu refugio. Las hojas de los árboles pintan de otro color el banco de plaza de la escuela. Conoces cada rincón. Ves mutar tu alrededor, pero nada cambia.

Mi propia cabeza es como una casa. A veces me siento cómoda y a veces incómoda. No importa cuán a gusto esté, es hora de mutar. Mi casa soy yo. El lugar donde siempre voy a pertenecer es donde logre habitar-me. Encontrar pertenencia en vos mismo sin olvidar de donde venís. Cada lugar nos define, pero no nos determina." Gracias Juliana del pasado.


Antes de dejar el hostel y emprender mi camino hacia una nueva aventura me despedí de todos. Lloré con Treacy cuando le confesé que su forma de cuidarme me recordó a mamá. Mirando a Thomas a los ojos le agradecí por haberme abierto las puertas de su hogar. "Siempre tendrás una casa mientras estemos en esta casa", me dijo. Qué bendición quienes te ayudan a sentirte en casa.


"Deseo, como todos los seres humanos, estar en casa donde sea que me encuentre", Maya Angelou.

Sin lugar a dudas podés construir un millón de casas repartidas por el mundo y no sentir un hogar en ninguna de ellas. También, podes tener un millón de hogares en el mundo donde sentís que construiste una familia en cada uno de ellos. Ojalá nos unamos más en el compartir que en el tener. Ojalá nos apropiemos de los espacios para sentirnos parte de un todo y no para tenerlo todo. Ojalá quienes sientan que algo les falta salgan a buscar el amor que en este mundo sobra.


Gracias por leerme. Hasta la próxima.

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