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  • Foto del escritorJuliana Galvan

UN MES ES UN AÑO

Todo pasa tan rápido que no te da tiempo a procesarlo. Algunos se lo atribuyen al choque cultural, al sistema de trabajo y consumo, otros a la vibración del lugar. Lo cierto es que California resulta revelador para todos quienes nos atrevemos a vivir la experiencia. Sobre todo, en el viaje hacia el constante autoconocimiento.

Un montón de porros de bienvenida en San Francisco

Cuando no tenes tantas opciones no hay encrucijadas. Tus posibilidades se reducen. A veces eso es agobiante, otras veces te facilita la existencia. Poder decidir a dónde querés ir es un privilegio. Aún estaba en Italia. Me acababa de convertir en ciudadana europea. Esperaba que llegue mi pasaporte para volar. Me recuerdo buscando opciones. Un pasaporte europeo te da el privilegio de elegir.

En el momento exacto en que podía ir donde quisiera simplemente no sabía dónde ir. Sabía que necesitaba moverme, cambiar de aire. Podía sentirlo dentro mío. Seguir la ruta, ir en busca de algo más. No fue tan fácil. Italia es uno de esos lugares donde (si me quedo) corro el riego de no irme nunca más. Mi familia italiana es para disfrutar una eternidad. Sin embargo, el mundo es tan chico. Solo me queda un poco por recorrer.


Mi intención era llegar a Nueva Zelanda.

Lo había decidido un par de semanas antes. Previo a eso pensaba que iría a Australia. Guille me hizo tomar noción de que tenía tiempo para eso. Nos conocimos porque ambos estábamos en búsqueda del pasaporte. Es increíble que un papel te abra o cierre puertas. Nosotros seguimos siendo latinos, pero ahora ya no necesitan que rindamos un examen de inglés o tengamos estudios terciarios. Solo un papel, sin ningún mérito. Tampoco lo tienen quienes tuvieron la suerte de nacer del lado colonizador del mundo. En fin, con el pasaporte que fuimos a buscar tenemos hasta los treinta años para aplicar a la working holidays de Nueva Zelanda. Sin embargo, podes aplicar para la misma visa en Australia hasta los treinta y cinco años. Este año voy a cumplir veintinueve. No se me había ocurrido. En ese momento me cayó la ficha. Lo bueno de intercambiar con los demás.

Antes de aplicar debía juntar algo de dinero. Había gastado todos mis ahorros haciendo la ciudadanía. ¿A dónde iría? ¿España, Suiza, Suecia, Dinamarca? Estaba tan cerca de todos esos países. En todos podría trabajar sin visa. Me generaba mucha ansiedad no saber dónde ir. Sabía que quería estar cerca de alguien de mi confianza. Había pasado unos meses algo solitarios. Tuve una mala experiencia intentando hacer una amiga. Creí que la competencia entre mujeres había pasado de moda y me equivoqué. Dos semanas antes de irme de Italia pude conectar con personas hermosas. Personas que voy a volver a ver. En ese momento recordé lo bien que se siente estar acompañada. Soy una persona que disfruta la soledad. También la necesito. Mi energía se drena rápido cuando estoy en compañía. Esta vez me había pasado lo contrario. Rodearme de gente en mí mismo mood me dio un sacudón de energía. Uno que necesitaba para seguir mi camino. Para desapegarme de mi nueva familia. Para cumplir mis metas y objetivos.

Repasaba mis cuadernos. Suelo anotar los lugares que me gustaría visitar. A veces les pongo fecha, otras veces solo están ahí. Como sueños que esperan a ser cumplidos. Proyectando lo que me hace feliz. Entre todos estos lugares estaba California. Lo tenía programado para septiembre del 2023, cuando comienza la cosecha de marihuana. Momento en que se consigue trabajo fácilmente, según tenía entendido. Entró en mi orbita. Al principio creía que ya era demasiado tarde para ir. Septiembre había comenzado y mi pasaporte tardaría dos semanas en estar listo. Se me ocurrió preguntar. Comencé a mandar mensajes a todos quienes sabía que habían estado allí. Vi fotos de unas conocidas en California y sin dudar les hablé. También con mi prima Verónica. Todas coincidieron en que octubre es un buen mes para llegar a trabajar. La cosecha esta lista. Se necesitan personas para recortar la marihuana antes de venderla. Como casi todas mis decisiones no la pensé demasiado. Me terminó de cerrar la idea cuando vi que hay vuelos cortos y baratos desde California a Nueva Zelanda. A diferencia que desde Europa. Volvería al continente americano. El viejo continente quedaría para otro momento. No me preocupó. Uno siempre vuelve a los lugares donde fue feliz.


Pasaporte en mano preparé mi mochila de cincuenta litros. Dejé una gran maleta en la habitación que fue mía durante seis meses. Sabía que iba a estar en movimiento. Debía estar liviana. Me despedí con un hasta luego. No me animé a contarles a lo que venía a Estados Unidos. No quería preocuparlos. Si están leyendo esto les pido perdón. No quise mentirles solo cuidarlos. Dicen que estas mentiras piadosas te liberan del estrés o la culpa. Creo que funciona hasta que te sentís culpable por haber mentido.

Una vez en el aeropuerto estuve un rato hablando por videollamada con mi mamá. Había llegado con tiempo. Cuando se me ocurrió entrar a la sala de embarque apoyé mi celular en los lectores QR. El molinete no se abría. Una mujer se acercó a mí. Le mostré mi boleto y me dijo que no volaba desde ese lugar. Me equivoque de aeropuerto. Pagué ochenta euros un taxi hasta el aeropuerto correcto. Me salió veinte dólares más caro que el vuelo de Venecia a Dublín (vuelo que casi pierdo). Casi porque el avión salió con dos horas de demora. Lo terminé esperando. Me acuerdo de que hacía mucho calor. Yo hablaba por teléfono con Néstor. Necesitaba escuchar a quien me diera seguridad. No conozco otra persona que actúe mejor ante la adversidad. Desde el primer momento logró calmarme. Me dio indicaciones precisas de qué debía hacer, cuanto tardaría y me recordó respirar. Los treinta minutos antes de llegar al aeropuerto (y saber que el avión estaba demorado) fueron eternos. Agradecí tener a Néstor del otro lado del teléfono. Cuando empecé a viajar, hace cinco años, perdí el tren. Era casi la misma situación. Otra vez creía que había tomado una mala decisión. Inevitable no pensarlo.

Me bajó la ansiedad llegar a Dublín. Me recibió Martín. Un trabajador de Google. No sé exactamente que hace. Es de Bulgaria. Le pregunté por qué se había ido de su país. Me dijo que las compañías de tecnología más grandes están en Dublín. Por eso rentaba su tercera habitación en dos semanas. Me invito a compartirla. Hablamos un rato largo. Nos contamos nuestros planes. Nos reímos. Me di una ducha. Martín me ayudó dormir. De la misma forma que lo hago sola, pero con sus fuertes manos.

Al otro día camine por Dublín. Es una ciudad hermosa. Un monumento a las personas en situación de calle se me grabo en la mente. La idea era el respeto y la vizibilización. Así lo entendí. Hasta ese momento creía que las personas que llegaban a vivir en la calle lo hacían porque estaban deprimidos. Se me metio tanto eso en la mente que ni siquiera recuerdo de donde lo saque. Creo que siempre le encontré sentido.

Esta vez no quería imprevistos. Me aseguré de que fuera el aeropuerto indicado. No había varios como en Venecia. No había margen de error. Llegué temprano. Quizás aprendí una lección. Subir al avión me dio esa sensación de profunda libertad. Vacío en la panza. Similar a tirarse de un puente de sesenta metros con un arnés amarrado a una soga. Con un poco menos de vértigo. Al menos para mí.

Las low cost se caracterizan por asientos pequeños y comida de mierda. Sin embargo, no me quejé. Miré Avatar. Se me pasó bastante rápido el viaje. Frente a una pantallita once horas. Como los niños de hoy, pero sin pañales (aún).

El atardecer desde el avión fue un sueño. Estábamos justo aterrizando. Las nubes estaban a la altura de las montañas. Parecían espuma de café y el avión una cucharita atravesándolas. El sol brillaba. Alguien sonreía a mi lado, yo también. Me sentía feliz. En busca de conocer un nuevo lugar. Nuevas aventuras, algo para descubrir. En San Francisco la pista de aterrizaje esta literal sobre el mar. Pareciera que estas a punto de caer sobre el agua. Me pegué a la ventana. Mi respiración la empañó. Hacía rato un aterrizaje no me impactaba.

Hice migraciones en Dublín. Me tomó desprevenida. Ni siquiera tenía las diez hojas impresas donde me invento que soy turista. Reservas de hotel editadas en Power Point, entradas a recitales, un itinerario con un montón de atracciones que jamás pagaría, inclusive el alquiler de un auto. Simplemente todo lo que nunca hago. Todo eso fue en vano. No me pidieron nada. Creo que el día que me relaje y no prepare una cuartada termino en el cuartito de migraciones. Donde te maltrata hasta que te contradecís y te deportan. No pasará.


Entré a California como si estuviera en un vuelo doméstico.

A las 16.30h tomé un bus desde el aeropuerto de San Francisco al downtown. Cuando subí una mujer de rulos lloraba acongojada mientras hablaba, en español, por celular. Acomodé mi mochila de viaje en un asiento. Me acerqué a pagar. La conductora me mandó a sentarme. No fue amable: "Wait next stop". La mujer de rulos lloraba cada vez en un tono más fuerte. Me costaba concentrarme. No entendía cuánto valía el boleto. La conductora me lo repitió tres veces. Metí cinco dólares. Era 1.20 dólar. La máquina no da cambio. La ignorancia me costó 3.80 dólares.

Me acercaba a mi mochila cuando me percaté la comunidad que me rodeaba. Parecían filipinos. Olor a ropa húmeda. Uno de ellos me dijo algo señalando mi mochila. No lo entendí. Me acerqué a una mujer para preguntarle qué me había dicho el señor. Me miro, pero no respondió. Estuve un rato pensando qué habrá querido decirme. Dejé de darle vueltas. Asumí que me decía que tenga cuidado con mis pertenencias. A los cinco minutos subió un hombre de tez morena y ojos café, grandes y bien redondos, lo apodé "ojos locos". Otro subía su bicicleta en la parte delantera del bus. No sé bien como se enganchan allí, pero me parece de lo más práctico. Ojos locos pagó y se sentó. Comenzó a mirar para todos lados. Reboleando sus enormes ojos. Me percaté, un microsegundo antes de que se levante del asiento, que miraba las ventanas abiertas. Encaró a la ventana que tenía de frente. La cerró con fuerza. Se sintió un golpe.

La mujer de rulos continuaba llorando. Todo el bus, en silencio, la observaba. No parecía que fuera a calmarse pronto. Nuestras miradas cómplices no decían nada. Solo curiosidad. Un poco de confusión talvez. De un momento a otro comenzó a conversar con liviandad. Hablaba sobre el alquiler de una casa. Dinero. Avisaba que estaba llegando y que todo estaba bien. Tuve que mirar dos veces para ver si se trataba de la misma mujer. Sin duda era la misma que había estado llorando mares segundos antes. Dos paradas después se bajó del bus. Siempre con el teléfono en su oreja derecha.

Justo en ese momento ojos locos dio con su cometido. Cerró, a mi pesar, todas las ventanas del bus. Atravezándo frente a las personas sin pedir perdón ni permiso. Solo me molestó porque había mal olor. Sus ojos se quedaron quietos.

Habré viajado unos cuarenta minutos. Un grupo de homeless me esperaba en la esquina al bajar. Respiré profundo y crucé de vereda. En la siguiente esquina había más. En cien metros vi unas treinta personas viviendo en situación de calle. Camine rápido. Intente que no se me note tanto el miedo. No podía evitar pensar en mi mochila nueva. Ni una mancha. De color bordó. Un bolsito color verde con mi computadora. Las zapatillas puma que compré rebajadas al setenta porciento en cambio de temporada, nuevas. No estaba segura para donde tenía que ir. No tenía conexión a internet. Seguí mi instinto. Me sentía "regalada", así le decimos en el conurbano bonaerense a la sensación de que te van a robar. Estar en constante alerta es estresante, también salvador. Parece razonable cuando en cien metros viven más de treinta personas en situación de calle. No lo es. Son zombis. Diría que no están. Son como entes inertes. Uno estaba tirado en la vereda con baba blanca saliendo de su boca y los ojos para atrás. El miedo no me dejó verlos como lo que son. Indefensos, vulnerables, marginales.

Caminé una cuadra. Divisé chalecos verdes y me acerqué. Eran tres seguridad de una empresa. La mujer me miró fijo a los ojos. Le pregunté donde era la parada del colectivo one "zero" one. Me contesto one "o" one. Se ofreció a acompañarme. Estábamos a dos cuadras. Lyn es nacida en California de descendencia latina. Como la mayoría. Con padres mexicanos pero nacidos en Estados Unidos. Que no son de un país ni del otro. Algunos gringos los tratan con el mismo desprecio que ellos tratan a los inmigrantes. Sobre todo, si son inmigrantes mexicanos. Pensé que solo los argentinos hablábamos mal en el extranjero de nuestros compatriotas. Debe ser un gen latino. Uno despreciable.

La posibilidad de perder el bus me aterraba. Era el último que iba a mi destino. Temía que se haga de noche. Tener que seguir caminando sola. Buscar un lugar donde dormir sin conexión a internet. Todas las posibilidades pasaron por mi cabeza.

Mientras esperaba el bus observaba a mi alrededor. No era como lo había imaginado. Un chico de unos veinticinco años sostenía una colilla de cigarrillo en su mano derecha. Sus pantalones bajos permitían ver sus calzoncillos agujereados. Su pelo crispado y ropa desgarrada. Su columna vertebral casi doblada a la mitad. Sostenía la mirada fija en el piso. Durante cuarenta minutos vi pasar personas a su lado sin mirarlo. El corazón se me apretó. Igual que todos los demás seguí mi camino. A diferencia del resto todavía lo recuerdo. No se veía deprimido, se veía consumido. Me empecé a cuestionar. ¿Es la depresión lo que los lleva a la droga o viceversa? Un policía iba y venía de una esquina a la otra. Ningún lugar me da más miedo que los que tienen un policía en cada esquina.

Organicé encontrarme con Verónica al día siguiente en Eureka. Una ciudad en la costa norte de California. Pasaría la noche en Petaluma porque el último bus al norte salía antes de mi llegada. Luego de dos horas de viaje me encontré con Diego. El dueño de un hostel donde trabajé en Punta del Este. Habíamos estado hablando sobre tramites de la ciudadanía. Recordé que está casado con una gringa. Le pregunté si podía hacer una parada en su casa antes de encontrarme con Vero en Eureka. Fue por él que terminé en la casa de Harry en Petaluma. Cuando llegué no me quise ir. Me quedé dos días. Algo dentro mío me hacía pensar que volvería a esa casa tiempo después. Intercambié uno de mis libros. Conocí a una médica brasilera fascinante. Inteligente, graciosa y hermosa. Una de esas mujeres que me arrepiento de hacerme amiga y con el tiempo me intimida seducir. Pasamos esos dos días juntas. Tenía fascinación por el chocolate. Me decía que es bueno para el corazón. Siempre lo supe, pero nunca conocí a nadie que lo apreciara con tal devoción. Ella me llevó a tomar el bus a Eureka. Nos despedimos con un hasta luego pero no volví a verla. En la parada del bus conocí a una pareja de chilenos. Eran actores. Compartimos la ansiedad de una espera de cuatro horas. Cuando creíamos que el bus nunca llegaría apareció. El chofer se rió de mi cuando intente pagarle el boleto en efectivo. 'By web', me dijo. Ni siquiera tenía internet. Mi prima me esperaba. Había estado abajo del sol durante horas y simplemente no tenía boleto. Los chilenos intentaron comprarme uno con su tarjeta. La pagina no cargaba. Cuando lo hizo no había opción de compra. El bus estaba retrasado, ya no aparecía en sistema. Me resigne luego de insistir al chofer con todo mi repertorio de caritas. Les dije a los chilenos que suban, que ya no había nada que hacer. Les di las gracias. También al chofer y retrocedí. Me miró, esta vez de verdad. Había una persona que había pagado su boleto y no estaba en su asiento. Solo por eso me dejó subir. Le regalé chocolates.

Pronto se hizo de noche. La ruta en zigzag. No había demasiada señal de internet en el camino. Los chilenos me compartieron sus datos móviles. Llegué a Eureka varias horas más tarde. Pude avisarle a Vero mi horario de llegada. Bajé del bus y la esperé durante media hora. Lloviznaba. Los chilenos siguieron al siguiente pueblo. Estaba sola, de noche, sin internet y en un lugar totalmente desconocido. Me recuerdo intentando calmarme a mí misma. Estaba segura de que Vero estaba tratando de encontrarme. Sabía que no me dejaría ahí sola. Sin embargo, el miedo es mal compañero.


La vi de lejos. No me costó reconocerla. Corrí a abrazarla. No sé hacía cuanto no la veía. Las dos decidimos migrar y coincidir era todo un acontecimiento. Me sentí en casa con solo un abrazo. Vero es una mujer de energía avasallante. Era una niña cuando me contaba que quería irse a México. Todavía me acuerdo su mirada curiosa al escucharme contarle mis historias en ese país. Nunca dudé de ella. Sabía que a donde quisiera ir el mundo la recibiría. Todos verían en ella la fuerza que yo veía. No le fue nada fácil. Para nadie lo es. Mirar hacia adentro y atravesar las propias sombras. Dejar el pasado atrás. Perdonarse y perdonar. Caerse y levantarse. Animarse a buscar y descubrir-se. La mujer en que se convirtió aún tiene esa magia en los ojos, pero ahora sabe hacia dónde camina. Me alegré de saberla acompañada. Conocí a su novio y sus amigas. Tenía tantas cosas para contarle, tantas otras que preguntar. La note cansada.

El camino a la granja estaba cubierto de neblina. No se veía nada. Solo lo que teníamos a un metro de distancia. Vi a mi nuevo primo manejar con confianza. Agradecí. Ya no quería más momentos de tensión. Creía que era la intensidad de recién llegar a un lugar. Nunca me imagine que esa sensación se repetiría a lo largo de todo este viaje.

Estaba en lo cierto. Vero estaba cansada. Igual sus compañeros. No pude entenderlos realmente hasta varios meses después. Me sentía ajena. Todos en la granja estaban a semanas de irse de los Estados Unidos. Esa era la vibra del lugar. Salir corriendo. Yo venía en otro mood. Quería explorar, compartir, divertirme. No encontraba con quién en ese lugar. Hablaba todos los días con los chilenos. Me contaron que estaban viviendo en un camping a la espera de que surja un trabajo. Estaban para lo mismo que yo. Super lo afortunada que fui de haber llegado con trabajo. Un día me dejaron de contestar. No les llegaban mis mensajes. Tampoco entraban las llamadas. Me comencé a preocupar. Como todos saben California tiene mala fama. Hasta hay un documental en Netflix. Había escuchado algunas historias. Cuando me llegó un mensaje de ellos a los tres días me tranquilicé. Las noticias no eran buenas. Estaban casi sin dinero y habían pasado una mala experiencia. Conseguí que los recibieran en la granja donde yo estaba trabajando. Los fuí a buscar en la camioneta de mi jefe. No olvidaré sus caras de felicidad cuando me vieron bajar de ese monstruo de cuatro patas. Fumamos un porro esa noche y me contaron su aventura. Habían estado durmiendo en la montaña, en una carpa. Trabajaban para un viejo gringo que los explotaba. El mismo les dio un arma porque en la zona había osos. No podían dormir durante la noche al escuchar los pasos de enormes patas alrededor de su carpa. Aunque no tenían dónde se fueron de allí. Volvieron al camping. Recibieron todos mis mensajes. Estabamos aliviados de volver a vernos. Sabía que pronto me iría. Me sentía tranquila de que ellos se queden allí. La tranquilidad, como verán seguido, duró poco. Llamé a la dueña de otra granja en Grass Valley. Estaba a varias horas de Eureka en el noreste de California. Mi amiga Julieta también trabajaba en el condado de Nevada. Eso me dio coraje. El mismo día que me fui todos debieron irse. Al ser una granja legal tienen inspecciones regularmente. No podían vernos allí. Inmigrantes trabajando sin papeles. Los chilenos volvieron al camping. Mi prima y sus compañeros buscaron otra granja.

No había buses directos a Grass Valley. Tuve que hacer una parada estratégica en Sacramento. La capital de California. Allí conocí a Enru. Nos contactamos a través de couchsurfing. Enru es colombiano. Vive hace años en EEUU. Desde chico sabía que quería migrar. Hijo de una familia humilde. Conoció en su niñez a un marinero. Le mostraba las cosas que compraba en otros puertos. En general aparatos electrónicos. Lo hipnotizo. Comenzó a pensar en qué había más allá. Su plan para conseguirlo consistió en tomar una guitarra y hacer música. La misma lo llevó lejos. Tan lejos que nunca regresó.

Al día siguiente me buscó Julieta por la casa de Enru. Para ese entonces sabía que quería tenerla cerca. Prácticamente no la conocía. Le hablé cuando pensé en la posibilidad de viajar a California. La conocí en Uruguay, en un restaurante donde trabajé. En ese entonces casi no compartimos. Sin embargo, no necesitaba conocerla demasiado para confiar en ella. Solo con escuchar sus audios entendí que hablábamos el mismo idioma. Sentía escuchar a una amiga de toda la vida. Los mismos códigos, los mismos valores. Con el placer de coincidir en nuestro deseo de viajar y experimentar. Con la suerte de encontrarnos.

Luego de algunas compras innecesarias (y abrigo) me llevó a mi nueva granja en Grass Valley. Me ayudó a armar la carpa que ella misma me consiguió. Un abrazo de 'hasta luego'. Me sentí acompañada. Cerca de personas que vibraban en sintonía. Sentía que había tomado la decisión acertada.


Conocí a mis nuevos compañeros de trabajo al día siguiente. Había estado cortando marihuana (trimmeando) toda la semana anterior. Sin embargo, aún era demasiado lenta. Me senté sin querer al lado de Vicky. Resultó ser la trimmer más rapida. Se dió cuenta que la observaba. Aunque no solía hacerlo (según me dijo) me dio algunos consejos. Después la ayudé a armar abajo de unos árboles nuestro comedor. Usamos las sillas de camping que rescatamos cuando limpiamos la casa de Mike o John, no me acuerdo el nombre. El farmer (dueño de la granja) pagó la limpieza más cara de su vida. Éramos seis trimmers limpiando a 18 dólares la hora. Estuvimos seis horas. El trabajo fue duro. No entendía bien por qué le estaba limpiando la casa al farmer. Yo había ido a trimmear. Después entendí que es moneda corriente. La compulsividad que muchos norteamericanos manejan al consumir genera basura. Inclusive podés encontrar cosas nuevas tiradas en el suelo. Cajas cerradas. Objetos repetidos de a montones. Me genera cierta repulsión verlo. Saber que algunos tienen tanto de todo y otros tan poco. También en las veredas suelen haber televisores, muebles, sillones, hornos eléctricos y tantas otras cosas casi sin uso. Con carteles de "free". Pienso que el vacío debe ser muy grande. Ni un millón de objetos pueden llenarlo.

El comedor quedó divino. Allí empezamos a hablar con Julián sobre la noche anterior. Mi primera noche de fiesta en Nevada City con mis compañeros de trabajo. Con las chicas fuimos a un bar donde la gente vestía charlestón. Lentejuelas, sombreros y esa especie de tuquero que sostiene los cigarrillos. Mucho hippie con ropa de los '60. "Ropa vintage" de trecientos dólares. En mi barrio les decimos "hippies con osde". La entrada costaba 20 dólares. Para ellos, nada. Para nosotros un montón. Solo por eso entramos directo al escenario, sin mirar atrás. Nadie nos reclamó nada. Nos reímos de esto en el baño.

Julián me escuchaba atento mientras se armaba un cigarrillo. 'Ah por eso llegaron tan tarde', soltó. El con su novia y otra parejita habían ido a comer a otro lado. Le dije que ese primer bar no me había gustado tanto como al que fuimos todos juntos. 'Porque no fueron los trimmers', me dijo levantando las cejas y encogiéndose de hombros. Me explico que los trimmers que viven en la montaña están alzados de tanto encierro. Bajan una vez por semana y solo quieren coger. Su novia Nicole es buena onda y los tipos se confunden. A más de uno le tuvo que parar el carro. Julián dice que tiene que ser menos copada. Ella se aflige porque serlo en parte de su personalidad. 'You are not alone', me dijo Nicole mientras me acompañaba a comprar una cerveza a la barra. Estaba dispuesta a invitarme porque le dije que en la granja anterior no me habían pagado y estaba con lo último. Recién me conocía, pero tiene la empatía para ponerse en el lugar del otro. Una copada.

Le comenté a Julián sobre un podcast que estaba escuchando: 'Mujeres que no fueron tapa'. Una feminista admirable, Inés, hablaba sobre la cultura de la violación. En el imaginario colectivo las violaciones y los abusos se parecen más a un rapto/robo que a un engaño, simulación o fraude. En la realidad el escenario suele ser de lo más cotidiano. La mujer se involucra con su atacante previo al hecho dañoso. Muchas veces todo empieza con responder un "hola" o conversar sobre el clima en la parada de un bus. La víctima se relaciona con su atacante. La mayoría de las veces ni siquiera sabe que el mismo tiene intenciones sexuales. Cuando lo descubre ya es demasiado tarde. Una serie de sucesos te llevan a un lugar cuestionable para la justicia patriarcal y machista. Donde se te cuestiona por qué le hablaste, por qué lo saludaste, por qué fuiste a la casa... simplemente no podés cambiar de opinión, salir de fiesta o ser copada. Fue entonces cuando Julián me contó una experiencia personal de abuso. Con amplias herramientas de análisis, como buen psicólogo. Estaba en Jamaica caminando de noche por la calle. Un grupo de cinco mujeres, gordas y altas (según su descripción) abusaron de él. Comenzaron a lamerle el cuello y la panza. Le bajaron el pantalón y manosearon el pene. Pudo salir de esa situación. No contó demasiado más, tampoco hacía falta. Al menos una vez en la vida todas las mujeres sufrimos una violación y/o (al menos) un abuso. El problema es que la línea de consentimiento es tan frágil que no sabemos si ponerle ese nombre. La vergüenza y el miedo a que duden de nuestra credibilidad nos mantiene en silencio. Tengo entendido que para los hombres es aún más tabú. Sin embargo, no es Julián el primer hombre que me cuenta que fue abusado. Me explicó que a muchas personas hacerse responsable de la situación vivida los ayuda a seguir con su vida. No permanecer en el lugar de víctima. Asé es como se tratan las violaciones/abusos de menores. A este nivel de perversión llegó el patriarcado. Donde la víctima se vuelve responsable y el victimario no habla de estos temas. Julián es uno de los pocos hombres con los que pude hablar de violencia sexual machista. Ambos se lo atribuimos a la empatía que le generó su propia experiencia. Julián agregó que los hombres que no alzan la voz tienen 'el culo sucio'. "Lo que antes estaba naturalizado ahora está mal visto", soltó. Coincido. ¿Cuántos hombres 'de bien' se deben haber dado cuenta en esta era de que son abusadores y violentos? ¿Alguno hizo algo al respecto? No es un tema de discusión entre los hombres. Tan víctimas del patriarcado como nosotras. Su posición privilegiada no los hiere menos. Los mantiene presos de sus emociones. Los obliga al silencio. No es solo una cuestión de género. Desarmar el contexto en que vivimos nos ayuda a evolucionar (o eso espero).


Cuando me empecé a acomodar en la granja ya estaba planeando irme nuevamente. La vida se vuelve rutinaria. El trabajo es monótono. Uno de los peores que he tenido. A muchos otros les gusta. Yo no puedo estar quieta tanto tiempo. Me come la cabeza. Para ese momento solo habían pasado diez días. Creí que pronto me acomodaría en un lugar. Ilusa. Las cosas no funcionan así. La mayoría de los trimmers compran un auto para dormir adentro. Ya te los venden equipados por aproximadamente 1500 dólares. Con cama, anafe, acolchados, almohadas. En general te vas moviendo de granja en granja cuando se termina el trabajo. Cosechan tandas de marihuana, llaman trimmers y en poco tiempo se termina la cosecha. Decidí irme con Vicky. Me había molestado que la dueña de la granja en Grass Valley me dijera una cosa y resulte otra. Después entendí que así se manejan todos. Para ese entonces estaba recién llegada.

Salíamos de la granja una vez por semana a buscar comida al food bank y lavar ropa. Para los que no saben Estados Unidos regala parte de su sobreproducción de alimentos. Esto se traduce en "donaciones" a entidades benéficas que se ocupan de repartir alimentos a los ciudadanos. A veces son iglesias, otras solo vecinos organizados. La calidad de la comida no es orgánica, como le gusta comer a los gringos. Sin embargo, está más que bien. Es variado. Te dan fruta, verdura, queso, carne, leche. Todo lo que necesitas. Prácticamente no necesitas ir al supermercado. Siempre me pareció irrisorio que en mi país la gente se queje de los planes sociales. Dicen que son "para mantener vagos" (como si alguien pudiera vivir con la miseria que el Estado les da). En fin, muero por saber que piensan de esto. El "primer mundo" alimenta semanalmente de forma gratuita a sus ciudadanos (y a extranjeros inmigrantes). A tantos otros les otorgan celulares con internet libre. Señoras y señores: estos vagos la pasan bastante mejor. Este sistema no está siquiera diseñado para los homeless (no suelen comer). Podes ver camionetas de alta gama recibiendo comida. Todos van en auto. Ni siquiera tenes que bajar. Vas pasando por sectores donde te cargan cajas en el baúl y los asientos traseros. A veces podés elegir entre leche de vaca y leche de almendras. Para algunas personas está mal visto acceder a estos bancos de alimentos si estás trabajando. Entienden que podes comprar tu comida y eso es para personas necesitadas. Por un lado, si esa comida no se consume se desecha. La realidad del sistema de producción es que para ganar dinero se producen más alimentos de los que consumen. Mi argumento ecológico sumado a ser latina inmigrante viviendo en una carpa y trabajando 12 horas por día mantienen mi consciencia tranquila.


Buscando aliados.

Vicky fue la única que se le plantó al farmer cuando empezó a bajar el precio que nos pagaría por pound. Esto último es una unidad de medida. Son exactamente 456 gramos. Parece muchísimo, de hecho, lo es. Sin embargo, he visto como algunos experimentados hacen seis pounds en un día. Te pagan un valor previamente acordado por cada pound que entregues cortado. Esa es la idea hasta que llegas y se aprovechan que estás ahí. Bajan el precio y no queda otra que aceptar. La forma en que los americanos se aprovechan de la situación de vulnerabilidad en que estamos es repudiable.

Me gusta pensar que tomé la decisión de irme por mis propios medios. Pensaba que la marihuana no estaba tan buena. La calidad de la misma es importante. Si es buena pesa más. Además, pagaban cada vez menos. La realidad es que me sabia a poco quedarme en una granja toda la temporada. Cuidado con lo que deseas.

Terminamos yéndonos con Giuli en su enorme camioneta 4x4. Ver su metro cincuenta manejar con confianza y a velocidad esa máquina la hacía gigante. Ella había estado meses trabajando para la misma granja y necesitaba un cambio de aire. Seguimos a Vicky, y a su alter ego Virginia, hasta lo alto de una montaña en North San Juan. Me gustaba observarlas. Mujeres libres, empoderadas. Todas viajando solas. Armando su destino. Ganándose la vida. Hasta entonces no conocía sus lados vulnerables. Ese día pronto llegaría. Las admiraría aún más.


Para entonces había entendido un poco cómo funciona California. Nunca te confíes. Todo cambia repentinamente. Tenes que estar siempre predispuesto a que pase lo contrario a lo esperado. No hagas planes. Lo único que podés hacer es confiar en tu intuición. Para esto tuve que encontrar formas de volver a mí. Buscar momentos de soledad. Disfrutar un libro o unos mates al sol. Decorar mi carpa con unas lucecitas. Agradecer por tener donde dormir, una amiga cerca, comida y trabajo. Recordarme por qué elegía estar en ese lugar. Recordar mis objetivos. Aprender. Seguir conociéndome en mis mutaciones. Poniéndome a prueba. Viendo que soy capaz de resistir cuando estoy en mi compañía. Saber que puedo sostenerme aún en los momentos de más incertidumbre. Entender que mis intereses cambian. Respetar mis decisiones. Conocer una versión menos sociable de mí misma, abrazarla. No pretender compartirme con cualquier persona, no juzgarme. Respetar mis espacios. Escuchar cómo se siente mi cuerpo en los lugares. Irme cuando siento la necesidad. Quedarme cuando hay amor. Confiar en que todo va a salir bien.

 

Todo lo anterior pasó en mi primer mes en California. Los meses siguientes significaron un gran aprendizaje. Muchos espejos donde reflejarme. Un despertar para encontrarme en otra versión de mí misma.

¿Quieren una segunda parte?

Gracias por leerme y hasta la próxima.


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